En la foto de arriba la niña peinándose es Anita.
MI ABUELITA LUCRECIA
MIS RECUERDOS
En ella están los mejores recuerdos de mi
niñez, en esa casa, en esos árboles frutales; en las tardes jugando bajo el
árbol de mango, rayando la pared que daba al patio; pisando descalza ese
pasillo lleno de piedritas y hasta vidrios; ¡cuántas veces lo pasé así y nunca
me corté!; y sabiéndome querida, amada,
protegida por un amor muy especial: Grande, fuerte, profundo, que llenaba el
ambiente: El amor de mi abuelita; sus comidas tan únicas; afortunada me siento
porque disfruté de ese amor, que fue tan determinante en mi educación.
Físicamente la sentía menudita, sencilla, humilde en trato social, discreta en su aspecto, pero un gigante de fortaleza, de astucia: Inteligente como ella sola; perceptiva, sobre protectora con sus hijos, en especial con mi tío Juanito – Era su vida; era su debilidad.
Con reglas muy marcadas en el orden de la
cocina y aseo de su casa; en la sartén del frijol sólo se cocinaba frijol; en
equis olla, sólo caldos; en el cacito del agua, agua; no se revolvían los
estropajos de las sartenes con los de los vasos, y menos con los de limpiar;
era difícil violar estas reglas; parecía que tenía ojos en todas partes, y un
oído no humano; ya que a veces pensábamos que estaba dormida y queríamos tomar
cualquier vaso, o algo así, y de repente se oía su voz: “Anita, lava ese vaso
con el estropajo rojo”, o azul, el color en turno; o: “Anitaaa, ya te vi. Ese
vaso no es tuyo” ¡Dios! ¡Qué tenia! ¡Qué don tenía para saber todo de todo! Había escobas para diferentes cosas, y trapeadores igual; no se valía sentarnos
en las camas, ¡se deformaban!; la silla de vaqueta era su silla; le gustaba
cantar, ir al mercado y escoger lo mejor; me tocó la fortuna de acompañarla
varias veces; en aquel entonces no me gustaba; no soportaba el olor del mercado
y me desesperaba la paciencia de ella para escoger lo mejor de lo mejor; y para
esto recorríamos muchos puestos.
No le gustaba que le dijeran abuela. Una
vez Sergio mi primo le dijo abuela; tenía como 6 o 7 años; y ella le dijo: “No
me vuelvas a decir así”; y entonces él le dijo de nuevo: “¡Abuela!”, y salió
corriendo al patio; y entonces mi abuelita le gritó: “¡Ora veras, travieso, te
voy a lavar la boca con jabón!”; pensábamos que allí había quedado todo, y como a la hora que regresó
el ejército de primos a comer, tomó a Sergio de la mano y lo llevó al lava
trastes, y le dijo: “A ver, pídame perdón”; ¡qué susto!; toda la primada
estábamos anonadados con la tierna abuelita; ¿iba a hacer eso?; claro que no lo
hizo; mi primo, sabiamente, por su propia seguridad, pidió disculpas; y ¡uf!,
todos volvimos a retomar nuestro apetito y a comer en aquella mesa que tenía
tantos recuerdos para mi; ¡qué felices éramos, allí, en casa de la abuelita!
Jamás le pegó a nadie; sufría con los regaños de nuestros papás hacia nosotros.
Otra vez el mismo Sergio gritó la palabra “menso” a alguien; entonces ya no era
jabón; agarró unos cerrillos y dijo: “ ¡Ora veras. Te voy a quemar la lengua!”;
no, no, no, ese primo Sergio nos tenía nerviosos a toda la infantada Quiñónez;
entramos en shock: ¡Al Sergio le quemarían la lengua! Gracias a Dios no
existían los celulares, y el teléfono era algo prohibido; si no, me imagino la
de llamadas de auxilio a nuestros papás; pero el primo rebelde siempre sentaba
cabeza y la abuelita terminaba dándole un beso en la frente. Recuerdo la vez
que ella le dijo: “¡Qué bonito eres, Sergio! Te pareces a Alberto Vásquez”; e
inmediatamente dijo él: “No, yo soy feo” “Pero nada de eso, Sergio, tú eres
guapo”, responde mi abuelita; pero el chico rebelde recalcó: “Yo soy feo,
porque mi papá dice que soy feo, ¡y quiero ser feo!”; ¡Uf, qué maravillosos
días!
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